En una noche nublosa de otoño me encontraba atando cabos para un proyecto periodístico muy importante y peligroso. Estaba escribiendo la parte final del trabajo cuando me empieza a doler la cabeza de una manera insoportable (asumo por no haber dejado de mirar la computadora por horas), entonces decido preguntarle a mis papás si deseaban acompañarme a una caminata por la plaza, a lo que me dijeron que sí.
Ellos caminaban detrás mío juntos. Mientras yo pensaba en el resultado de mi trabajo, veo un árbol repleto de sus hojas verdes a lo lejos que me llamó la atención, hasta que me di cuenta que con cada paso hacia él esas hojas brillantes se caían y se convertían como las de cualquier árbol de la temporada. Como eran abundantes, se empezó a hacer una montaña de hojas secas tan enorme que superaban mi estatura, por lo cual me doy vuelta aterrada mirando a mis padres para ver si estaban tan confundidos como yo. No estaban ahí.
Me quedé caminando perpleja viendo como el árbol se estaba por quedar sin hojas, hasta que doy el último paso, la última hoja se cae y mi respiración se detiene con la expectativa de no perderme nada de lo que pueda suceder. Nada. No sucedió nada.
Volviendo confusa pensando en lo que acababa de suceder recuerdo que había ido con ambos de mis papás, los cuales me cruzo camino a casa en un kiosco desesperados por comprar snacks salados. Me pareció raro. Cuando entro para contarles lo que pasó, me esquivan y corren lo más que pueden a la plaza de la que volvimos y ahí me doy cuenta que mi cuerpo estaba tirado en el piso con poca movilidad y algunas personas alrededor.
Cobro sentido al gusto de la sal.
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